"Debemos mostrar a los necesitados Su bondad hacia nosotros mismos..."

 

Temerosa y nerviosa, me confesé por primera vez en muchos años. El sacerdote fue amable y trató de hacerme ese momento lo más fácil posible para mí. Mostró una gran comprensión y apoyo. Por fin estaba en mi camino a casa.

 
Esta frase de la misa dice mucho a mi corazón, trae a mi memoria la desesperación, la pena y el dolor del aborto; de todo lo cual, Cristo me liberó. Me recuerda también de mi obligación a dar esperanza a aquellos que siguen sufriendo, a ayudarles a encontrar el camino que conduce al refugio y la paz en el corazón de Jesús. Y por eso, cuento mi experiencia –única y personal, pero no distinta a la de muchas otras mujeres. Al final, esta historia no es sobre mí. Es sobre nuestro Dios, bueno y generoso... siempre allí, esperando para perdonarnos y hacernos íntegros de nuevo.

A los 18 años creía que yo era la única que no tenía relaciones sexuales. Me dejé llevar por las presiones de algunos compañeros y me acosté con alguien con quien salía de vez en cuando. Recuerdo claramente el día que llamé al doctor para saber el resultado de las pruebas y supe que estaba embarazada. Tras algunos meses rechazando lo evidente, estaba embarazada de cuatro meses, yo ya sabía la respuesta antes de que la palabra "positivo" fuera pronunciada. Sentí una mezcla de sensaciones: felicidad al pensar que un niño crecía dentro de mí, pero también miedo de decírselo a mis padres –la razón de seguir "negando" el hecho por tanto tiempo.

Inmediatamente se lo dije al padre de mi hijo y decidimos casarnos. A pesar de que planeamos en decírselo a nuestros padres juntos y al mismo tiempo, yo dejé escapar la verdad a mi madre y a mi padre. Su reacción me cogió por sorpresa. Sorprendidos, enfadados y decepcionados, me dijeron que abandonara la casa y olvidara que era su hija. En retrospectiva, su reacción fue comprensible. Creían que mantener relaciones sexuales antes del matrimonio era erróneo y que traer un hijo al mundo sin estar casada sería una desgracia. Al menos, pensé, mis padres eran católicos practicantes y nunca iban a pedirme que abortara. Me fui de casa, sin trabajo, sin dinero, sin hogar, sin saber a dónde ir, sintiéndome completamente abandonada y sola. No pasó mucho tiempo cuando el padre de mi hijo y yo rompimos nuestras relaciones. A pesar de ello, estaba segura de que no iba a abortar. Quería a mi hijo.

Una amiga de mi madre me invitó a quedarme en su casa. No tenía ni idea de cómo iba a mantener a mi hijo y a mí misma, y poco a poco empecé a perder la esperanza. Durante este tiempo, mi padre me mandó varios mensajes pidiéndome que abortara; incluso se ofreció a hacerse cargo de los gastos. Yo rechacé su oferta. Finalmente, cuando empecé a sentirme más desesperada, decidí abortar. Dejé a un lado mis sentimientos y seguí por el proceso como una autómata, en un mundo surrealista más que alguien que está en control.

Treinta años más tarde, sigo sin poder recordar cómo llegué al hospital. Recuerdo sin embargo que estaba sola en la habitación cuando el médico entró, y nunca olvidaré la expresión sádica de su cara cuando estaba inyectando una solución salina en mi abdomen. Nadie me había explicado el desarrollo de mi bebé o cómo iba a ser el aborto. No tenía ni idea de lo que iba a pasar. Tan sólo estaba tumbada deseando morir. Podía sentir al bebé revolcándose como si su piel y sus pulmones estuvieran quemándose por la substancia salina. Estaba muriéndose. El parto empezó. Después de doce horas de parto, sola en la habitación, di a luz a un niño muerto. Miré sus pequeños pies y manos. Lo único que quería era coger a mi hijo y volver a ponerlo dentro de mí. No podía lograr comprender lo que había hecho. Llamé a la enfermera. Cuando vino, cogió a mi hijo y lo echó en lo que parecía un jarro de mayonesa grande, un jarro con la inscripción 3A. Cuando se marchó, me volví a quedar sola de nuevo odiándome a mí misma. El pensamiento de morir parecía reconfortante. La espiral descendente acababa sólo de comenzar.

Después del aborto, me fui a California a pasar un tiempo con mi hermana y su familia con la idea de componerme otra vez. No era ni iba a ser la misma persona nunca más. Me dejaba llevar por el quehacer de la vida diaria pero no tenía interés por nada. Una noche, en la habitación que compartía con mi sobrina de dos años, permanecí acostada y despierta pidiéndole a Dios una y otra vez que me perdonara.

Tres años más tarde regresé al área de Nueva York. Aunque no mantenía contacto con mi padre, mi madre procuraba excusarse ocasionalmente para encontrarse conmigo. Todavía en el intento de huir de mí misma, me trasladé a la Florida. Durante los dos años de estancia ahí, llamé a mi padre y empezamos a hablarnos nuevamente aunque nunca mencionamos el aborto.

Al regresar una vez más a mi área, encontré un trabajo y aparentemente todo parecía bien; pero no era así. Intentaba no pensar en quién era y lo que había hecho. Si pensaba en mi niño muerto, me deprimía y me llenaba de desesperación. Necesitada amor, entablé relación con un hombre con el que me casaría a pesar de que abusaba de mí, física y mentalmente.

Dos años más tarde me sentí llena de emoción al saber que estaba embarazada con nuestro primer hijo. Sin embargo, sentí también miedo de que Dios me castigara por mi aborto, que algo pudiera ir mal con mi hijo. Rezaba constantemente para que mi hijo no sufriera las consecuencias de mis pecados, y me sentí sumamente aliviada cuando nació saludable y sin problemas.

Mi matrimonio empezó a naufragar poco después del nacimiento del niño. Mi marido abusaba del alcohol y discutíamos constantemente. Intentamos ir a terapia para salvar nuestro matrimonio. Sabiendo que mi aborto era la raíz de mis problemas, decidí contárselo a mi terapeuta. Me aconsejó simplemente olvidarme de ello. Era algo del pasado. No pude hacerle entender que el aborto estaba todavía muy presente en mi vida ya que vivía a diario con las consecuencias.

Por cierto tiempo, mi marido se mantuvo sobrio y volví a quedar embarazada de nuestro segundo hijo. Cuando llegó el momento de dar a luz, sin embargo, su adicción volvía a estar en su punto álgido. La noche en que mi segundo hijo nació, no esperaba que mi marido estuviera ahí. Cuando llegó a casa, yo llevaba ya mucho tiempo de parto y faltó poco para que no llegáramos a tiempo al hospital. El nacimiento de mi tercer hijo lo fue todo excepto alegre. No sabía cómo iba a salir adelante con mis dos hijos teniendo un marido alcohólico. A diferencia de los maridos de las otras madres a mi alrededor, mi marido no apareció al día siguiente: estaba recuperándose de una resaca. Estaba sola en la habitación de un hospital. Pero esta vez mi hijo estaba vivo.

A los pocos días de haber llevado el niño a casa, mi marido sufrió una sobredosis etílica y tuve que llevarlo corriendo al hospital. Este incidente me ayudó a empezar a romper el ciclo. Durante sus dos semanas de estancia en el hospital, comencé a disfrutar de mis dos hijos por vez primera. No tenía por qué preocuparme de dónde estaba mi marido o de qué estaría haciendo. Pude dedicarme de lleno a mis dos hijos. Me prometí a mí misma que no dejaría que crecieran en un hogar abusivo, y que si él no se corregía, los niños y yo emprenderíamos una vida por nosotros mismos.

Mantuve mi cordura con la oración y la lectura de la Biblia. Mi marido se mantuvo sobrio por dos años antes de que todo volviera a comenzar de nuevo. El día en que mi hijo mayor, de cuatro años por aquel entonces, me dijo que me escondiera en el armario al ver que su padre llegaba a casa, supe que debíamos irnos. Si de mí sola se hubiera tratado, quizás hubiera permanecido en esa relación de abuso toda mi vida, pero tratándose de mis hijos, no quería para ellos la experiencia de tal abuso. Un día, cuando mi marido seguía sujeto a la bebida, cogí a mis dos hijos y salimos de la casa. Una vez más me encontré sin trabajo, sin dinero y sin hogar. Esta vez, gracias a Dios, tenía a mis dos hijos.

Mi hermana me acogió en su, ya repleto, apartamento, y con la ayuda de mi familia (en esta crisis conté con su apoyo total) empecé a rehacer mi vida. Al poco de irme, mi esposo fue ingresado en un centro de rehabilitación por lo que los niños y yo tuvimos la oportunidad de regresar de nuevo a nuestra casa. Encontré un trabajo, y después de dos años, más o menos, volví a la escuela para formarme como terapeuta de personas con adicción. Mi familia me ayudó, económicamente y a cuidar a los niños. No hubiera podido hacerlo sin ellos.

Tras mi graduación, uno de mis profesores me ofreció un trabajo. Pensé que por fin todo se había arreglado e iba a estar bien, cuando al poco me di cuenta de cuán frágil era esta nueva vida.

Para entonces, mi vida espiritual se había desarrollado y mantenía una relación con Dios a pesar de que no lo conocía con profundidad y seguía manteniéndome alejada de la iglesia. Todavía sufría de depresión, pensaba de vez en cuando en el suicidio y tenía una muy baja auto-estima. En ese tiempo, mientras lidiaba con mis problemas personales, mi trabajo profesional empezó a resentirse. Me sentí agotada. Fue devastador para mí, después de lo duro que había tenido que trabajar para alcanzar lo que tenía, ver que era incapaz de funcionar. Me doy cuenta ahora, que fue la voluntad de Dios para acercarme más a él.

Dejé mi trabajo y me esforcé por mantenerme alejada del hospital. Mi padre nos mantuvo, a mis hijos y a mí. Simplemente me dejaba arrastrar por la vida. Todo los días, suponía un desafío para mí, el mero hecho de levantarme de la cama y atender a mis hijos. No obstante, comencé a ir a misa nuevamente: me sentaba en la parte de atrás de la iglesia con la seguridad de que todo el mundo sabía que había tenido un aborto, y de que las paredes se vendrían abajo destruyéndose sobre mí. Seguí yendo, para oír alguna palabra de esperanza que sugiriera que iba a ser perdonada por mi terrible e "imperdonable" pecado. En esa época, mi hijo mayor tenía siete años y estaba preparándose para recibir el sacramento de la penitencia por primera vez. En una de las reuniones con los padres, el sacerdote habló de la gracia de Dios y de Su deseo de perdonar cualquier tipo de pecado, incluso el pecado del aborto. Recuerdo haber pensado: ¿Puede ser esto verdad? ¿He oído correctamente? ¿Realmente Dios va a perdonar el aborto? Esa noche por primera vez en diez años, me fui con un atisbo de esperanza.

Necesité tiempo y valor, pero decidí contactar a ese sacerdote y pedirle que escuchara mi confesión. Temerosa y nerviosa, me confesé por primera vez en muchos años. El sacerdote fue amable y trató de hacerme ese momento lo más fácil posible para mí. Mostró una gran comprensión y apoyo. Por fin estaba en mi camino a casa.

Comencé a ver a este sacerdote con regularidad en busca de dirección espiritual. Al principio, lo único que podía ver era oscuridad. Suponía un gran esfuerzo para mí hacer las cosas que me pedía que hiciera, como por ejemplo examinar mi vida, porque estaba segura de que lo único que iba a descubrir era la persona tan terrible que era. Sin embargo, estaba cansada de la depresión y lo bastante desesperada para afrontar el intento. Sentía pena por mis hijos que tenían una mamá que lloraba constantemente y que simplemente no era capaz de vivir. Quería mucho más para nosotros tres. Por eso rezaba, iba a misa todos los días y pasaba tiempo ante el Santísimo Sacramento. Necesitaba imperiosamente confiar en este Dios que me habían dicho era tan bueno. Seguía sin perdonarme a mí misma. Continuaba batallando contra la depresión. Suplicaba a Jesús que me concediera la curación. Me sentía mal por no haber alcanzado la completa cicatrización de mis heridas, y los ojos de mi confesor mostraban su propia tristeza al ver mi lucha continua. Comprendo ahora que la curación plena llega sólo en el momento que Dios elige.

Una noche me sentí deprimida y con deseos de suicidio otra vez; sin embargo a pesar de estos sentimientos, también de alguna manera sentí una profunda confianza en Dios. No quise que los niños me vieran llorar así que después de acostarles, me encerré en el cuarto de baño, me acurruqué en el suelo, y repetí una y otra vez: "Jesús, confío en Ti". No sé cuántas horas estuve así, pero bien entrada la noche tuve una experiencia que cambió mi vida. Sentí que estaba en la cruz con Jesucristo pero que en lugar de sentir sufrimiento, sentía un amor tan intenso que era capaz de apagar ese dolor. Sentí como Su amor borraba mi pecado y supe entonces que mi curación era plena.

Desde ese momento nunca más he vuelto a sentir la desesperación del aborto, únicamente el amor profundo y el perdón que recibí de Jesucristo. He visto cómo mi vida ha cambiado milagrosamente, cómo he tenido el privilegio de ayudar a infinidad de mujeres y hombres que sufren de las consecuencias del aborto. El amor de Jesucristo no sólo ha transformado mi vida sino también la vida de aquellos a los que amo.

Antes de que mi madre muriera, supe que mi aborto le había causado un gran sufrimiento a pesar de que ella nunca me lo dijo. Un día, cuando estábamos mirando televisión, se mencionó el aborto; ella dijo: "Bueno, algunas veces el aborto se puede justificar". Yo contesté: "No, mamá, nunca es justificable". Dios nos dio este momento de gracia. Ella me dijo que mi aborto era su pecado y que lo llevaría con ella hasta su tumba. Tuve la oportunidad de confortarla, le dije que las dos compartíamos la responsabilidad por ello. Le dije que la perdonaba y pedí su perdón para mí. Después de esto, mi madre se fue a confesar con el mismo sacerdote al que yo había acudido para que me orientase y con ello sintió un gran alivio.

Más difícil fue decírselo a mis hijos. Sentía que Dios me estaba llamando para hablar del aborto pero no podía hacerlo sin que antes mis hijos lo supieran. Estaba aterrorizada de que me odiaran. Pasaron años antes de que me armara del valor necesario para hacerlo. Para entonces, yo estaba involucrada activamente en el movimiento pro-vida y ellos habían sido educados en el respeto por la vida humana. Había planificado decírselo cientos de veces pero, cada vez que iba a hacerlo, me echaba para atrás temerosa de las palabras que debía pronunciar. Finalmente un día me di cuenta que se me estaba dando la gracia de hablar con ellos.

¿Cómo puedo describir ese día? Temblaba cuando les estaba diciendo de qué manera nuestras vidas habían llegado a ser lo que eran. Si no hubiese sido por mi aborto, ellos no habrían crecido en una casa sin padre ni habrían visto la tensa relación entre su padre y yo.

Los muchachos tuvieron que luchar con sus sentimientos. Estaban resentidos conmigo. Se apenaron por el hermano que nunca conocieron. Se sintieron culpables por sobrevivir. Se necesitó tiempo, muchas conversaciones y la gracia de Dios, pero al final entendieron por qué las cosas fueron como fueron, y por qué había estado años llorando. Crecieron más cerca de Dios, y a la vez crecimos sintiéndonos más unidos entre nosotros. No hablé públicamente de inmediato. Los chicos necesitaban tiempo para asentar sus sentimientos y asimilar la muerte de su hermano antes de que yo lo hiciera. Incluso renuncié con la aceptación del hecho de que a lo mejor ese día nunca llegaría. Años más tarde, mis hijos me dieron su beneplácito. Decir que estoy orgullosa de ellos no es suficiente. Se han convertido en grandes defensores de la vida humana.

Desde hace algunos años estoy trabajando con las Hermanas de Vida, dirigiendo Días de oración y sanación para todos aquellos que sufren el trauma del aborto. Me siento agradecida de la oportunidad que se me ha brindado de estar junto a las hermanas al pie de la cruz y al servicio de estos niños de Dios, y bendecida al ver su transformación por el amor y el perdón de Dios. He presenciado un sin número de milagros de Su misericordia, y estoy convencida de que Dios está preparando un ejército de hombres y mujeres, con heridas pasadas, para disipar las mentiras del aborto.

En el diario de Santa Faustina Kowalska: Divine Mercy in My Soul [La gracia divina en mi alma], se recogen las palabras que le fueron dichas por Jesucristo: "Dejad que los más grandes pecadores depositen su confianza en mi gracia. Ellos tienen el derecho antes que otros de confiar en la profundidad de Mi gracia. Hija mía, escribe sobre Mi gracia dirigida a las almas atormentadas. Las almas que ruegan por Mi misericordia Me hacen feliz. A dichas almas les concedo incluso más gracias de las que piden. No puedo castigar ni aun al más grande de los pecadores si hace un llamamiento a mi compasión; y al contrario, le justifico con mi gracia insondable e inescrutable".

Sé que esto es verdad.
Jesús, confío en ti.

 

 

 



Theresa Bonopartis asiste a las Hermanas de Vida y a los Monjes Franciscanos de la Renovación dirigiendo ejercicios espirituales para personas afectadas por el aborto.

 

 

 

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