Por Cathleen Kaveny


En el verano de 1997, la Corte Suprema de los Estados Unidos decidió que la Constitución no protege el derecho de los pacientes incurables y aún competentes, a cometer suicidio con la asistencia de un médico. Pero esto no significa que en Estados Unidos, se haya terminado el debate sobre el asunto de los suicidios con asistencia médica. De hecho, el mismo se encuentra meramente en sus comienzos, bajo el estandarte de los cincuenta estados norteamericanos. Por lo pronto, al menos, el efecto de dicha decisión de la Corte, implica que le concierne a cada estado por separado, llegar a una decisión final para legalizar o no el suicidio asistido y la eutanasia. Hasta la fecha, solamente el estado de Oregon ha tomado la decisión de permitir los suicidios con asistencia. Pero en muchas otras comunidades se están llevando a cabo un gran número de debates acalorados sobre el estatus moral y legal de dichas leyes. ¿Cómo deben entonces proceder los cristianos católicos, personas creyentes y buenos ciudadanos, al enfrentarse a este argumento de suicidios voluntarios con asistencia médica, cuando dicho argumento se debate aún en sus propios estados de origen?

Es importante reconocer que si se han desatado tantos pedidos por suicidios voluntarios asistidos es porque hay serios problemas en nuestro sistema de salud. En los últimos treinta años, más o menos, la noche oscura del progreso de la medicina ha infundido entre muchas personas el temor a una muerte solitaria e inhumana. Se preocupan por que vayan a ser entubados en contra de su propia voluntad en nombre de una tecnología médica que no les beneficiaría , y que solamente serviría para prolongarles el sufrimiento. Se preocupan por un gran número de personas encargadas de su cuidado que son indiferentes, y también se sienten angustiados por llegar a padecer dolores que estarían fuera de su control. Se preocupan igualmente por llegar a encontrarse en una cama de hospital, separados de sus familiares y seres queridos, cuyas muestras de cariño y apoyo necesitan desesperadamente. Pero el suicidio asistido y la eutanasia son las respuestas equivocadas a estas preocupaciones tan realmente palpables.

La visión católica de una buena muerte

La tradición moral de la Iglesia católica Romana le ofrece una crítica tajante a una sociedad que le llegue a permitir a cualquier persona morir en la soledad y sumida en el dolor. Pero de igual modo, se opone a la alternativa de que "una buena muerte" es una transición violenta y repentina de la existencia a la no-existencia, de la vida a la nada, y que debería ser facilitada cuando fuera necesario, por una receta de carácter letal. Mirándose desde la perspectiva del pensamiento católico, el proceso de pasar por la muerte no debe considerarse como una experiencia carente de significado. Una muerte que llegue a proporcionarnos unos momentos que nos permitan reconciliarnos con nosotros mismos, y con todos con quienes hemos compartido nuestra vida –dando gracias y recibiendo agradecimiento, perdonando y sintiéndonos perdonados– es una buena muerte. Puede ofrecernos el tiempo necesario para alcanzar una relación más profunda con Dios. Al llegar al final de nuestras vidas, es posible continuar creciendo en la fe, la esperanza y el amor, que a su vez se encuentran cimentados en la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo, quien ha hecho posible el perdón de nuestros pecados y el gran don de la vida eterna.

El proceso de morir puede ser una gran experiencia de gracia santificante, no solamente para las personas que pasan por esta experiencia, sino también para todos cuantos han sido llamados a ofrecerles cuido y cariño. La tradición católica siempre ha considerado la práctica del cuido de los enfermos y los moribundos una obra de misericordia corporal, así como también lo son el ofrecerle alimento a los hambrientos y el visitar a los presidiarios. Es una expresión de nuestra solidaridad con los seres más vulnerables que se encuentran a nuestro alrededor, y es también una intensa revelación de que ni siquiera su dignidad fundamental ni la nuestra, dependen del poder ni de la independencia de los hombres. La dignidad de cada uno de nosotros radica en el hecho de que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios.

La visión católica de una buena muerte se apoya en la perspectiva moral que le ofrece a esas decisiones que han de tomarse con respecto al final de nuestra vida. Primeramente, dicha perspectiva nos invita a considerarnos como personas que ya ejercemos una obligación al tomar decisiones responsables, y no como quienes toman las riendas de un dominio total sobre las mismas. La autoridad que conlleva tomar decisiones sobre nuestra vida es real, pero se arraiga en nuestra necesidad de responder a la invitación que nos hace Dios, para conocerle, confiar en él, amarle y servirle. Así pues, la Iglesia rechaza tanto el suicidio voluntario asistido (bajo el cual un paciente, por su propia voluntad, consume una dosis letal de un medicamento recetado con tal propósito por un médico), como la eutanasia, que consiste en causarle la muerte intencionalmente a otro ser humano con el fin de terminar su sufrimiento. A pesar de los motivos comprensibles y altruistas de dichas acciones, en este caso se asume que no existe ni fundamento ni significado alguno que le permita a tal paciente continuar su propio proceso de llegar al fin de su vida, tanto para él o para ella, como para todos cuantos le rodean.

El punto central del argumento sobre la prohibición moral del suicidio asistido y la eutanasia se basa en la intención o el propósito del agente. La intención que tenemos al llevar a cabo dicha acción revela la naturaleza fundamental de nuestros actos, y el papel que dicha intención juega en ayudar a formar nuestro carácter. Un médico puede recetarle narcóticos a un paciente incurable con el propósito de arrestarle la respiración y así acelerarle la muerte –o puede hacerlo con el propósito de aliviarle un dolor insoportable en la única forma posible de hacerlo. El primer acto es un caso de eutanasia, incompatible con el verdadero significado de lo que constituye ser médico, y el segundo, es un ejemplo de su verdadera misión.

En segundo lugar, la Iglesia enseña que la existencia mortal es un gran bien, pero no por eso constituye el mayor de todos los bienes, ya que todos hemos sido llamados a gozar de la vida eterna con Cristo después de la muerte. Por consiguiente, tenemos la obligación moral de tomar medios "proporcionales" (ordinarios), pero no "desproporcionados" (extraordinarios), para cuidar de nuestra vida. Necesitamos reconocer que llegará el momento en que nuestra vida mortal llegará a su fin. El rehusar tomar medios desproporcionados para cuidar nuestra salud no es en sí un acto de suicidio, aunque resulte ser virtualmente seguro que la muerte ocurrirá de todos modos como resultado del rechazo. Rehusar a ellos es simplemente un reconocimiento de que en estas circunstancias concretas, las desventajas de los medios específicos para luchar contra la muerte sopesan las ventajas de usarlos.

Al igual que con la prohibición del suicidio asistido y la eutanasia, la distinción entre los tratamientos médicos proporcionados y desproporcionados, apoyan la visión católica sobre una buena muerte. De igual modo, dicha prohibición está de acuerdo con la más alta sabiduría secular que define la muerte y el proceso de llegar a la misma, y así se practica en todos los hospicios. Tanto la virtud de la misericordia como la de la solidaridad nos hacen un llamado no sólo a rechazar el suicidio asistido y la eutanasia, sino también a proveerle al moribundo un cuidado compasivo, para que sepa llegar a aceptar la entrega final de sus días en la tierra como una oportunidad para crecer hacia la eternidad. Ya que un dolor muy severo puede llegar a interferir con la habilidad de lograr esta entrega final, debemos asegurarnos de que toda persona que está ya a las puertas de la muerte y sufriendo mucho dolor, reciba todos los medios adecuados para controlarle el mismo. El reto de llegar a poder morir bien requiere una aceptación de ciertas limitaciones, tales como las que han sido causadas por nuestra propia mortalidad. Por lo tanto, ningún paciente deberá jamás ser forzado a someterse a medidas que le prolonguen su vida en contra de su propia voluntad. Un gran número de estudios han revelado que los pacientes que reciben alivio a su dolor y a su depresión no continúan deseando terminar sus vidas.

Plan de acción hacia un final con justicia
Los ciudadanos católicos deberían unirse a otras personas en la lucha para que las estructuras sociales lleguen a fomentar mayor posibilidad de lograr una buena muerte.

La virtud de la solidaridad nos exige que le aseguremos a cada persona de nuestra sociedad el tener acceso a un buen cuidado durante sus últimos días. De este modo, nadie se sentirá obligado a morir ni solo ni con dolor. Con el fracaso de un programa de reforma de salud nacional y con el aumento de una falta de reglamentación en el sistema de salud, esta tarea se nos presenta con mucha más urgencia. Alrededor del quince por ciento de todos los estadounidenses se encuentran actualmente sin seguro de salud; una "red de seguridad" muy estropeada que no significa otra cosa que se les han negado los servicios de salud necesarios, incluyendo en este caso todos los servicios de apoyo y de cuido para con los moribundos.

Necesitamos también asegurarnos de que más médicos reciban la educación necesaria para poder tratar el dolor y la depresión que suelen acompañar el proceso de llegar a morir, y que frecuentemente suelen ser la motivación detrás de las peticiones para una muerte asistida. Técnicamente, la medicina ha avanzado ya hasta el punto de que es posible, en una gran mayoría de los casos, controlar el dolor y mantener a los pacientes conscientes. Solamente un pequeño número de pacientes requiere sedantes para controlar el dolor físico. Sin embargo, existe una gran brecha entre lo que es técnicamente posible y lo que está prácticamente disponible para muchos pacientes moribundos. (Véase: Robert G. Twycross, "Where There is Life, There is Hope: A View from the Hospice," en John Keown, ed., Euthanasia Examined.) Tenemos que lograr que nuestros planes de salud lleguen a proveerse de especialistas en el tratamiento del dolor y que puedan igualmente ofrecer programas de educación en esta área para otros médicos.

Finalmente, necesitamos practicar nosotros mismos las obras corporales de misericordia, visitando a los enfermos y a los impedidos, y brindándoles compañía a los que se encuentran a las puertas de la muerte. Debemos proclamar con nuestras acciones así como también con nuestras palabras, que no hay forma alguna de dependencia física que pueda disminuir la innata dignidad de la persona humana. Como ya nos sugiere la creciente influencia del "movimiento de hospicio", todos estos pasos se pueden tomar de una manera que puedan llegar a ser acogidos por un gran número de organizaciones benéficas tanto religiosas como no-religiosas.

Un grave error: la legalización del suicidio asistido

El suicidio asistido y la eutanasia son moralmente incompatibles con la visión de una buena muerte que nos presenta la tradición católica. Pero en una sociedad pluralista como la que tenemos en Estados Unidos, ¿habrá razones sólidas y no-sectarias que se opongan a la legalización del suicidio asistido? Seguramente que sí. En el año 1994, el Equipo de Trabajo Investigativo sobre la Vida y la Ley, en el estado de Nueva York, compuesto por expertos con diferentes puntos de vista sobre la moralidad del suicidio asistido y la eutanasia, unánimemente llegó a la conclusión de que estas prácticas deberían permanecer prohibidas legalmente. El Informe del Equipo de Investigación concluyó: "Creemos que dichas prácticas llegarían a convertirse en un gran peligro para grandes segmentos de la población.... Los riesgos se extenderían a todos los individuos que se encuentran enfermos. Y serían más graves para aquellos cuya autonomía y bienestar están ya comprometidos por la pobreza, la falta de acceso a buenos cuidados médicos, o a aquellos que pertenecen a un grupo social que ya se encuentra estigmatizado".

Hay una gran preocupación es que el suicidio asistido por un médico se utilice para disminuir el costo de los tratamientos médicos. En la última década hemos visto crecer los esfuerzos por controlar el costo de los cuidados médicos, ya que éstos actualmente consumen un catorce por ciento del producto bruto doméstico. El costo del cuidado de los pacientes incurables se ha estimado en una cantidad de alrededor del diez por ciento de los gastos de seguro médico de la nación. Esto llega a ser un consumo estimado del veinte y siete por ciento del presupuesto del programa de Medicare. Cuarenta por ciento de esa cantidad se incurre en gastos durante el último mes de vida de un paciente de edad avanzada. Y, por consiguiente, se ha llegado a argumentar, que una decisión tomada a favor del suicidio asistido, podría economizarle a los programas federales y a los programas privados de salud, una cantidad substanciosa de dinero.

Por supuesto, nadie puede anticipar con certeza como llegaría a afectar la legalización del suicidio asistido el presupuesto de los programas de salud. En un artículo reciente, publicado por el New England Journal of Medicine, Ezekiel Emanuel (quien se opone a la legalización del suicidio asistido por médicos) y Margaret Batin (quien lo apoya), llegan a la conclusión de que lo que se llegaría a economizar mediante la práctica del suicidio asistido sería muy poco –menos de un décimo del uno por ciento de lo que se gasta en su totalidad en Estados Unidos para proveer cuidados de salud y del presupuesto individual de seguro de salud. Los que apoyan el Derecho a Morir podrían muy bien citar este artículo para promover el argumento de que las preocupaciones en cuanto al suicidio asistido, que se utilizan como razones para eliminar los costos del mismo, carecen de fundamento.

Hay dos problemas relacionados con el análisis de Emanuel/Battin. Primero, ellos predicen el número de personas que buscarán el suicidio asistido basado en datos procedentes de Holanda, donde la práctica de la eutanasia es muy común aunque técnicamente ilegal. También usan estadísticas que predicen el momento de la decisión de terminar con la vida de un paciente. Pero se duda que el suicidio asistido en Estados Unidos seguirá el curso que ha tomado en Holanda, simplemente porque ambas sociedades son muy diferentes. La sociedad holandesa se caracteriza por su población homogénea; sus ciudadanos son los beneficiarios de una gran cantidad de servicios sociales, incluyendo cuidados de la salud completos, educación universitaria y concesiones muy generosas para las ausencias a causa de necesidades familiares. Además, su sistema médico todavía protege la relación estable del médico con sus pacientes; muchos doctores en Holanda todavía hacen visitas médicas a las casas. En Estados Unidos , sin embargo, muchas personas no tienen seguro médico adecuado. Ni ellas ni sus familias pueden depender de la extensa red de servicios sociales para que las ayude a enfrentarse a las dificultades de una enfermedad incurable.

En definitiva, los pacientes incurables puede que tengan una variedad de razones para buscar el suicidio asistido o la eutanasia y de planificar su decisión según esas razones. En Holanda, se da el caso de que las consideraciones financieras tienen poco o ningún efecto ya sea en elegir o en planificar la decisión del paciente para terminar con su vida, porque el costo de proporcionarle los cuidados médicos no son causa de bancarrota, ni tampoco ponen en peligro la posibilidad de proporcionar a la familia y a sus hijos educación universitaria u otros beneficios. En Estados Unidos, sin embargo, consideraciones de financiamiento, como también otras consideraciones puedan ser las que motiven la opción del suicidio asistido.

Otro problema con el artículo de Emanual/Battin es que ignora los incentivos más amplios dentro del sistema de cuidados de la salud de Estados Unidos que puedan poner presión en los pacientes para alterar su decisión sobre el suicidio asistido de una manera que sea más económicamente beneficiosa. Muchos proponentes del suicidio asistido también asumen que los médicos animarán a sus pacientes a posponer el suicidio hasta que no haya otra alternativa. Pero en el creciente mundo de los cuidados de salud administrados, esto puede ser una presunción con consecuencias letales. En los cuidados de salud administrados, muchos proveedores de cuidados de la salud pierden dinero en vez de beneficiarse de los pacientes que requieren tratamientos extensos. Aunque algunos estudios han mostrado que los jóvenes generalmente en buena salud pueden beneficiarse con los cuidados administrados, los que están al margen de la sociedad no tienen la misma suerte. Los pobres y los que sufren de problemas de salud complicados, tales como los ancianos incurables, los pobres y las minorías, y personas discapacitadas, tienen mucha dificultad en tener acceso a las HMO.

¿Qué sucedería si le añadimos el suicidio asistido a esta larga lista de problemas? Especialmente para aquéllos que ya son víctimas vulnerables, el efecto sería lo mismo que tirar una antorcha en un barril de aceite. Bajo los programas de salud administrados, los médicos y los proveedores de servicios de salud podrían encontrar incentivos financieros para alentar a los pacientes incurables a que lleguen a considerar darle fin a su vida antes de incurrir enormes gastos en su plan de salud. Esta consideración se puede llevar a cabo en formas muy sutiles, incluyendo la preparación de un paquete normal de beneficios. Un plan de salud en el estado de Oregon, por ejemplo, cubre el suicidio asistido para pacientes incurables ($35-$75 por dosis), pero establece un límite de $1000 para sufragar los gastos de servicios hospitalarios. A los pacientes se les puede igualmente aconsejar terminar su vida de forma indirecta ya sea por el tono de voz del médico, o por la forma en que él o ella escoja para dialogar con el paciente sobre las diferentes opciones que tiene en cuanto al tratamiento necesario. ¿Cómo responderíamos la mayoría de nosotros, por ejemplo, si escucháramos al médico decirnos: "Te quedan solamente seis meses de vida, y no necesariamente van a ser los mejores. Solamente quiero dejarte saber que tienes la opción de evitarte todos esos problemas por medio del suicidio con asistencia médica. Es un proceso sin dolor, y es un derecho que tienes ante la ley?" A menos que no estemos dispuestos a supervisar todas y cada una de las conversaciones entre los pacientes con enfermedades incurables y sus proveedores de servicios de salud, no hay ninguna forma de evitar que se den tales consecuencias.

Además, la sociedad puede ejercer una continua presión sobre los pacientes con enfermedades incurables para que terminen su vida, llegando así a evitarles gastos "innecesarios" tanto a la sociedad como a sus familiares. Es probable que estas presiones vayan en aumento en los próximos años, ya que los "baby boomers" irán acercándose a la "tercera edad". La idea de utilizar el suicidio asistido como medio para controlar los gastos, cosa que anteriormente solía mencionarse en voz baja, se viene ahora expresando más abiertamente. En su libro más reciente, Derek Humphry, fundador de la Sociedad Hemlock, identifica el control de gastos como el "argumento silencioso" más usado para abogar por la causa del suicidio con asistencia médica. No será muy difícil para los proveedores de beneficios tener este argumento en mente y racionalizar así la manera en que lleguen a facilitarle al paciente la forma de escoger el suicidio asistido. Llegarán a reconocerla como una decisión beneficiosa tanto para el plan médico como para ellos mismos. El mismo Humphry sugiere que "El suicidio con asistencia médica es una situación que beneficia a todos". (Derek Humphry & Mary Clement, Freedom to Die People, Politics and the Right-to-Die Movement)

El deseo de economizar dinero podría hasta eclipsar la preocupación de darle al paciente la opción para considerar un suicidio asistido. Humphry nos señala esta dirección: "¿No se emplearía mejor el dinero en tratamientos preventivos, en la medicina para los jóvenes, en la educación de la juventud de la nación, o mejor todavía, en los niños de la familia del propio paciente? ¿No debería existir, en realidad, un derecho a morir –una responsabilidad dentro del seno familiar– que aunque sea algo voluntario sea lo esperado?" No nos dejemos engañar: Un paciente de edad avanzada, vulnerable, con una enfermedad incurable, que toma la decisión de terminar su vida con un suicidio asistido, que se le ha presentado como un "deber," como "algo que se espera de él o de ella", y que constituye una "responsabilidad", NO ha hecho una decisión voluntaria. Prácticamente a él o a ella no se le ha dado la oportunidad de escoger.

En conclusión, la motivación de controlar los gastos podría muy bien ejercer presión para multiplicar el número de pacientes elegibles para una muerte asistida. En primer lugar, ¿por qué no se permite la eutanasia voluntaria al igual que se permite el suicidio asistido de tal manera que las personas incapacitadas para tomar una dosis letal, podrían por lo menos ejercer su "derecho a morir". En segundo lugar, ¿por qué se les limita el derecho a los pacientes incurables, cuando hay muchos otros pacientes con enfermedades crónicas que tienen un historial por delante de un tiempo más largo de sufrimiento y de unos tratamientos costosos que tienen que sufragar? Y en tercer lugar, por qué se ha de limitar tal derecho solamente a los pacientes competentes? ¿No deberían las personas delegadas para tal propósito tener el derecho de escoger en nombre de los pacientes incompetentes que se encuentran sufriendo? Ha habido ya un caso de eutanasia en el estado de Oregon, en el que se encontraba envuelto un paciente que estaba físicamente incapacitado para cometer suicidio. Los oficiales del estado de Oregon aseguran que tienen que permitir una situación como ésta para asegurarle a las personas gravemente incapacitadas el poder tener "acceso" al suicidio asistido. Al extenderse así el "derecho a morir", igualmente se extienden las posibilidades de economizar dinero. Aquellos quienes abogan por los derechos de las personas con incapacidades, se encuentran alarmados y con razón, por el prospecto de una nueva ampliación al significado del derecho a morir. Ellos temen que esta nueva definición se convertirá en la obligación de morir, a la manera indicada por Derek Humphry. El barranco es muy hondo y resbaladizo. Y la tentación de economizar dinero le irá engrasando la caída pulgada a pulgada.

El camino a seguir

Nadie puede ignorar que nuestra sociedad necesita confrontar los retos que se van imponiendo a medida que los costos de los cuidados de salud siguen en aumento. Pero legalizando el suicidio asistido y la eutanasia, especialmente en el contexto de unos servicios de salud sin reglamentación, no es la forma correcta de resolver este problema. Esta forma de proceder radicalmente amenaza la dignidad equitativa de todo ser humano. Y ésta es una premisa básica de todo gobierno democrático. De igual manera, dicha determinación equivocadamente asume que el proceso de llegar a morir no puede jamás convertirse en una importante experiencia de vida tanto para las personas con enfermedades incurables como para todos sus seres queridos.

Por el contrario, nuestro deber reside en poner todos nuestros esfuerzos para asegurar que todos los miembros de nuestra sociedad tengan acceso a todos los cuidados básicos de salud. Dichos cuidados siempre deben incluir el proveerle alivio y controlar el dolor de todos los pacientes incurables. Los retos que imponen los costos ascendentes de los cuidados de salud no se pueden enfrentar de manera que le neguemos la dignidad fundamental a todo ser humano. No se pueden resolver de manera que se nos arranque la capacidad de responder a las necesidades de aquellos que más necesitan de nuestro cuidado. Este es un asunto tanto de justicia como de caridad. Como el Papa Juan Pablo II nos dice en su encíclica Evangelium vitae (EV): "El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus fases y situaciones.... Por tanto, se trata de 'hacerse cargo' de toda la vida y de la vida de todos" (EV, 87). Este es el reto más fundamental de todos: el reto de vivir el Evangelio de la vida.



La Profesora Kaveny es profesora asociada de leyes del Colegio de Leyes de la Universidad de Notre Dame. Es autora de muchos artículos sobre la relación entre la moral y la ley y posee cuatro grados universitarios de Yale University, incluyendo un M.A., M.Phil., J.D., y Ph.D.