Reflexion Teologica - Dumont

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El signo eficaz e indubitable delperdón: Reflexiones sobre Juan 20:21-23

por Pierr-Marie Dumont

¿Qué es el Catecismo si no el recuerdo de la misericordia amorosa de Dios? ¿Y qué es un catequista si no un testigo de la paz y la alegría de su perdón a través del Sacramento de la Reconciliación?

De nuevo les dijo Jesús: “La paz esté con ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Después de decir esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

La escena es Jerusalén, al atardecer de un domingo de Pascua (cf. Jn 20:19). Los apóstoles de Jesús, con la excepción de Tomás el incrédulo (cf. Jn 20:24), están reunidos en el lugar que la tradición identifica como el Cenáculo, el escenario de la Última Cena así como del próximo Pentecostés. Aterrados ante la perspectiva de sufrir la misma suerte que su Maestro, los apóstoles se han escondido y cerrado cuidadosamente las puertas detrás de ellos. De pronto, Jesús está de pie en medio de ellos. El Señor comienza por restaurar la paz en los corazones atemorizados de sus apóstoles: “¡La paz esté con ustedes!”, el saludo tradicional de los judíos, Shalom aleijem. Sin embargo, en boca de Jesús resucitado, este no es sólo un saludo amable; es una palabra con efecto inmediato: la paz, literalmente, se da a los apóstoles. Jesús había dicho eso mismo en su discurso de despedida: “Mi paz les doy. No se la doy como la da el mundo” (Jn 14:27). La paz de Jesús es un don divino: es su presencia, que mora para siempre entre los suyos, la que la da.

Las obras maestras de Dios
Esta paz no es alguna materialización mágica de un piadoso deseo: se ha ganado, después de una lucha tremenda al final de una guerra a muerte, a través de la victoria final sobre el pecado y su consecuencia final, la muerte. El fruto de esta paz, este don divino, es la alegría: “Cuando los discípulos vieron al Señor, se llenaron de alegría” (Jn 20:20b). Pero hay dos condiciones para recibir esta paz, la fuente de la verdadera alegría (Jn 16:22-24): primera, reconocer al Señor resucitado en la plenitud de la fe y, segunda, pelear la buena batalla junto con él.

En Lucas 24:37-39, como una semana después en presencia de Tomás (Jn 20:26), Jesús aparece en medio de sus apóstoles para mostrar sus manos y su costado traspasados para que no pudieran ya descreer sino creer, y no siendo ningún discípulo más grande que su maestro, pudieran entender el sacrificio a los están llamados en la guerra contra el pecado. Sin embargo, específicamente en Juan 20:21-23, Jesús se aparece a sus apóstoles llevando las marcas de su Pasión con un objetivo particular: revelarles la fuente de la corriente de agua viva destinada a refrescar los corazones de los hombres y mujeres de buena voluntad hasta el final de los tiempos. Al mostrar sus estigmas, Jesús indica la fuente de la vida sacramental. “‘Fuerzas que brotan’ del Cuerpo de Cristo siempre vivo y vivificante, […] acciones del Espíritu Santo que actúa en su Cuerpo que es la Iglesia, son ‘las obras maestras de Dios’ en la nueva y eterna Alianza” (CIC 1116). Y, en efecto, inmediatamente después de mostrarles sus estigmas, Jesús envía a sus apóstoles a dispensar la gracia sacramental de su presencia: “Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo”. Más específicamente, Jesús los designa como ministros del sacramento de la misericordia del Padre: “Reciban al Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”.

La institución del Sacramento
“A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados; y a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar”. La autenticidad de este versículo ha sido objeto de debate, y sin embargo, toda la tradición bíblica lo atestigua. ¿Debemos leer aquí una institución directa del Sacramento de la Penitencia? Algunos exegetas se oponen a este punto de vista, con el argumento de que el Sacramento de la Penitencia, como comenzó más tarde a practicarlo la Iglesia en los siglos VI y VII, y como fue formulado definitivamente por el Concilio de Trento en 1551, no encuentra ninguna base bíblica en Juan 20:21-23. Sin embargo, debemos ser humildes ante la Palabra de Dios, y ser siempre cuidadosos de interpretaciones aprendidas que pretenden que “el Evangelio dice esto, pero no es eso lo que realmente significa”. El significado evidente de Juan 20:21-23, con su específica mención de la efusión del Espíritu Santo, atestigua claramente que el Salvador comunicó a sus apóstoles el poder, recibido de su Padre, de perdonar los pecados a través del Bautismo así como después de éste. Además, cuando “sopló sobre ellos”, cuando dice, “Reciban al Espíritu Santo”, cuando los envía tal como su Padre lo había enviado, Jesús confiere muy claramente a los apóstoles, y a sus sucesores, la autoridad inspirada para nombrar, para todos los tiempos y en cada contexto, ministros de este poder, así como para establecer las reglas y expresión práctica de su ejercicio.

“¡Tus pecados te son perdonados!”
En su decimocuarta sesión, el Concilio de Trento resolvió definitivamente el asunto: “El Señor, pues, estableció principalmente el sacramento de la Penitencia, cuando resucitado de entre los muertos sopló sobre sus discípulos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo: los pecados de aquellos que perdonareis, les quedan perdonados; y quedan ligados los de aquellos que no perdonareis”. El Concilio dedicó el segundo capítulo de esta sesión a establecer “la diferencia entre el sacramento de la Penitencia y el Bautismo”. En la misma línea, el Catecismo de la Iglesia Católica, el fruto del Concilio Vaticano II, explica así la base del Sacramento de la Reconciliación después del Bautismo: “La vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado […] que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana” (CIC 1426). Y, por último, el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (298) reafirma el Concilio de Trento: “El Señor resucitado instituyó este sacramento cuando la tarde de Pascua se mostró a sus Apóstoles y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’”.

Así, “el Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo, quiso que su Iglesia continuase, con la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros” (CIC 1421). Sería incomprensible negar esta obra de curación a los niños recién iniciados, confiados a la Iglesia por sus padres precisamente para recibir el conocimiento necesario para la salvación. Por tanto, es un deber esencial de los catequistas explicar a los niños que, si bien a través del Bautismo han recibido sin duda la vida nueva de Cristo, “llevamos este tesoro en vasijas de barro” (2 Co 4:7), y que su “nueva vida como hijo de Dios puede ser debilitada e incluso perdida por el pecado” (CIC 1420). Además, no es suficiente explicarles que pueden enfermar o recaer; es conveniente, en cuanto lleguen a la edad de la razón, y después de una seria iniciación, ofrecerles acceso al Sacramento de la Reconciliación.

Una precondición formidable
“El mismo Catecismo, ¿qué es sino memoria de Dios, memoria de su actuar en la historia, de su haberse hecho cercano a nosotros en Cristo, presente en su Palabra, en los sacramentos, en su Iglesia, en su amor?... El catequista, pues, es un cristiano que lleva consigo la memoria de Dios, se deja guiar por la memoria de Dios… y la sabe despertar en el corazón de los otros” (Homilía del papa Francisco por los catequistas, 29 de septiembre de 2013). En esta eminente tarea eclesial, que consiste en el recuerdo de la misericordia divina que obra en la historia de la humanidad, como en cada una de nuestras propias historias personales, me parece que hay un aspecto demasiado a menudo olvidado: la condición sine qua non que Dios pone en su perdón. Y, sin embargo, ¡rogamos a Dios diariamente que nos imponga esta condición! ¿A qué otra cosa nos referimos cuando, mientras recitamos el Padrenuestro, nos atrevemos a decir: “Padre nuestro... perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”? Una traducción literal (Mt 6:12) es quizás aún más elocuente: “Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Jesús nunca se cansó de insistir en esto enérgica y repetidamente: “Si ustedes perdonan a otros las deudas que tienen con ustedes, también a ustedes les perdonará sus deudas el Padre celestial. Pero si ustedes no perdonan a otros, tampoco el Padre les perdonará a ustedes sus deudas” (Mt 6:14-15, traducción del autor). Y Jesús no nos pide que perdonemos vagamente, “a veces”, a los que nos han hecho mal; nos llama a perdonar sus deudas hasta el último centavo, tanto como setenta veces siete, es decir, sin término (cf. Mt 18:21-35).

El que desea reconciliarse con el Dios al que no ve, pero no se reconcilia primero con su hermano al que sí ve, es un mentiroso (véase 1 Jn 4:20, CIC 2840). Se miente a sí mismo, miente a los demás y a Dios, porque, en esa persona, no es verdad que el amor sea más fuerte que el pecado. Es de primordial importancia que enseñemos esta verdad a nuestros hijos con el fin de que su iniciación en el Sacramento de la Reconciliación se fundamente bien en la unidad de la vida cristiana. Y esta unidad viene a través de la práctica incondicional del mandamiento nuevo. “Como también nosotros perdonamos” es el corolario de “Como yo los he amado”: éste es el único criterio. Pues todo lo que queda en la vida eterna es la obra del amor de Cristo; y participamos en ella sólo si también nosotros amamos hasta el final —nosotros en él y él en nosotros— a los que son los nuestros en el mundo. De la misma manera, si no somos capaces de amar a los que son los nuestros en este mundo, hasta llegar al perdón mismo de los males que nos hacen, por admirables que sean nuestras confesiones, éstas serán en vano (cf. 1 Co 13:1-13). Así que, no olvides: Si, en el camino hacia el confesionario, te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, no tomes tu turno y ve primero a reconciliarte con tu hermano (cf. Mt 5:23-24). Para ello, junto con el hijo pródigo (Lc 15:11-32), la parábola a tener en cuenta en la preparación para el Sacramento de la Reconciliación es la del siervo que no perdonó (Mt 18:23-35).

Ve en paz
En conclusión, volvamos a esa alegría que regocijó los corazones de los discípulos cuando el Jesús vivo les dijo: “¡La paz esté con ustedes!” ¿Quién de nosotros no se ha encontrado nunca encerrado dentro de las puertas de su propio pecado, el corazón despojado de toda alegría, atormentado por el pasado y angustiado por el futuro? ¿Y quién, arrodillándose en el confesionario, recibiendo la absolución después de la admisión purificadora del pecado, y oyendo al sacerdote decir: “¡Ve en paz!”, no ha sentido su corazón ardiendo con una alegría que no es de este mundo? Al final, ¿no es el hambre de esta alegría el que los catequistas, a través de su propio testimonio, deben despertar en los demás?


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