¡Ha Resucitado!

Por Rogelio Zelada

Mel Gibson, al final de su filme La Pasión del Cristo, nos deja entrever la Resurrección del Señor a través de la imagen de los lienzos del sudario, plegados y vacíos del cuerpo que habían envuelto. Esta breve secuencia cinematográfica parece participar de la misma limitación que experimentaron los autores de los relatos evangélicos, que quisieron explicar y expresar fielmente algo que sobrepasa la limitada comprensión humana.

Para la comunidad apostólica, la experiencia de la Resurrección del Señor fue el detonante que transformó la orientación de todas sus vidas. Testigos de este misterio, nos lo quisieron decir en el lenguaje del testimonio y de la fe. Una fe que da fuerzas para vivir humanamente, plenos de verdad y de alegría. Una fe que nos aparta del mundo en que el Señor Resucitado nos envía a ser sus testigos. Para los evangelistas, la Resurrección es un hecho único, original, sin antecedentes, porque es la más importante y decisiva acción de Dios en la historia humana.

En el antiguo y nuevo Testamento se nos cuentan las historias de muchos muertos que volvieron a la vida. Eliseo "resucita" al hijo de la sunamita; Lázaro o el joven Naím regresan, por la palabra de Jesús, a la vida biológica anterior a su muerte; en la Resurrección de Cristo no ha sucedido, como en estos casos, la reanimación de un cadaver, sino la completa y absoluta transformación de todas sus posibilidades, en la que ha pasado a una nueva y definitiva forma de existir y de ser, una nueva forma de vivir donde son superadas todas las fronteras del tiempo y del espacio, en la que se adelanta a una persona la resurrección que se anuncia a los discípulos al final de los tiempos.

Cuando los escritores sagrados intentan narrar este acontecimiento límite de la historia y del obrar de Dios, se ven impelidos a emplear un lenguaje indirecto, alegórico, lleno de semejanzas y con la voluntad de expresar lo que humanamente era imposible de describir.

Al narrar no intentarán dar a conocer cómo ocurrió la Resurrección, sino sobre todo dejarnos entrever lo que significó para ellos aquella increíble experiencia. El día primero de una nueva creación, "Este es mi cuerpo, que se entrega por ustedes; hagan esto en recuerdo mío" (Lc. 22,19).

No es una tumba vacía la que fundamenta la fe en la Resurrección, sino que esta tumba es más bien su signo. Mateo nos cuenta que ha pasado el sábado cuando las mujeres se encaminan al sepulcro. Piadosas observantes de la Ley judía, han esperado a ver en el cielo la tímida estrella que indica el comienzo del primer día de la semana. Concluye el Sábado, el día de reposo que el Señor mandó santificar y hacer recuerdo, memoria, de los grandes acontecimientos pascuales, para traer al corazón y a la mente la vocación de Israel a la libertad y a la vida. Unas pocas mujeres se encaminan al sepulcro en plena oscuridad de la noche; todo huele a comienzo y hay un ambiente que trae a la mente el relato del Génesis, cuando las tinieblas dejaron paso a la luz provocada por la Palabra.

Mateo indica que la acción sucede el primer día de la semana, para dar la medida de un tiempo nuevo: el día primero de una nueva creación y de una alianza nueva. Ha pasado el Sábado con todo lo que significaba y representaba, porque ha llegado finalmente a su cumplimiento. En la noche cerrada, y con el corazón lleno de dolor, las mujeres van recordando las largas noches de tinieblas con que el Señor enmarcó los grandes momentos de la historia de la salvación: la noche de la promesa, cuando Dios retó a Abram para que contara su descendencia en las estrellas, la noche terrible cuando el patriarca subió al monte para ofrecer la vida de Isaac, la noche en que desde la libertad del amanecer Moisés vio a los enemigos de su pueblo ahogados en la orilla del mar de las cañas.

Sin saberlo, "María Magdalena y la otra María" se acercan y asisten al acontecimiento más grande de la historia humana. Cuando aún reinaba la oscuridad se han puesto en camino hacia la gran manifestación del poder de Dios, realización de todas las esperanzas de su pueblo y de toda la humanidad, que espera día a día el triunfo de la luz sobre las tinieblas. Valientemente solas se encaminan al sepulcro. A pesar de las pretensiones de los jefes religiosos, Jesús no tuvo el destino de los malditos condenados a no tener sepultura, sino que su muerte fue la del "Siervo de Yahvé" que tuvo su tumba entre los ricos, una tumba excavada en la piedra sólida y cerrada con una pesada roca. Un ángel resplandeciente, "Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que se derrama por ustedes" (Lc. 22, 20).

Como una trompeta, un terremoto parece evocar la experiencia del Sinaí. Como un relámpago, la visión de un ángel resplandeciente ha removido la pesada losa para sentarse vencedor sobre ella. Junto a la tumba, signo del lugar donde dominaba la muerte, sólo Dios puede hacer un anuncio de resurrección y vida. Mucho más allá de la realidad histórica, al decir que el ángel del Señor removió la piedra y se sentó sobre ella, Mateo está evocando la imagen del rey victorioso del Oriente antiguo, donde el signo del triunfo real era su efigie sentada sobre los enemigos o las ciudades vencidas. Como la puerta que separaba el mundo de los vivos del de los muertos, la piedra, símbolo de la muerte, ha sido derribada como signo de la victoria de Cristo sobre ella.

Ya no hay que buscar al cadáver del crucificado, sino que debemos salir de prisa a anunciar que está vivo y nos precede en el camino. De prisa, porque la celeridad es un signo de la fe del que ha descubierto a Cristo y no puede guardar para sí la noticia, sino que sale corriendo a llevar esta alegría a todos los que están encerrados por sus dudas y temores.

Con la Resurrección de Jesús comenzó ya el fin del mundo, donde todo lo viejo puede convertirse en nuevo si se deja tocar por el Resucitado, porque Él es la total realización de todas y cada una de las posibilidades que Dios puso en el interior de la existencia humana.