Kimberly Baker


27 de marzo de 2015

Al acercarnos al final de la Cuaresma, a la Semana Santa y al Triduo Pascual reflexionamos más profundamente sobre la Pasión de Cristo. Cristo, Dios y hombre, se hizo humilde para conocer el sufrimiento más profundo e incluso la muerte. Este sacrificio de amor en última instancia venció el pecado y el mal, y posibilitó la salvación de cada uno de nosotros. La Pasión de Cristo nos invita a reflexionar sobre la relación concreta entre la vulnerabilidad y la fuerza.

La vulnerabilidad –que es humildad, franqueza, indefensión ante las ofensas– tiene algo que genera temor y nos hace sentir incómodos Sin embargo, ¿cuántos esfuerzos humanos requieren vulnerabilidad para tener éxito? Las relaciones románticas comienzan con el riesgo de ser rechazados. El entrenamiento atlético supone el riesgo de sufrir lesiones y dolor. En tiempos de guerra, el soldado que enfrenta a su enemigo es sumamente vulnerable, aunque a la vez valiente. Una persona dispuesta a ser vulnerable tiene la oportunidad de triunfar en muchas cosas. La vulnerabilidad supone cierta audacia.

Y aquí vemos una extraña contradicción: una persona que se niega a ser vulnerable quizás es sumamente frágil en su interior, mientras que una persona que sabe cómo ser vulnerable de manera sana puede que tenga gran fortaleza interior. Este tipo de vulnerabilidad positiva puede manifestarse al decidir enfrentar nuevos desafíos, al dar generosamente en los diferentes aspectos de la vida y al hallar seguridad en el amor de Cristo, y por consiguiente libertad del miedo a los puntos débiles o a los contratiempos. Si la vulnerabilidad puede asociarse con la fortaleza interior y contribuir al crecimiento personal, lo mismo se aplica a nuestra cultura, en especial en cómo ve a sus miembros débiles y dependientes.

En su encíclica Spe salvi sobre la esperanza cristiana, el Papa Benedicto XVI escribió: “Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana” (número 38). Cuando nos negamos a aceptar y apoyar a los miembros de la sociedad que sufren o son débiles, perdemos nuestra compasión como individuos y nos volvemos inhumanos. La sociedad no mejora menospreciando a sus miembros más débiles; esto más bien asfixia el amor y el interés por los demás fijando criterios cada vez más estrictos sobre las vidas que son aceptables y las que son una ‘carga’ o ‘no tienen valor’.

La perspectiva pro vida no tiene miedo a la vulnerabilidad de la condición humana, la afirma. La cultura de la vida no presiona a la gente para que alcance un estándar artificial de salud o perfección física con el fin de que se sienta valiosa y tenga un propósito. Más bien, se considera a cada persona especial y única, un regalo insustituible a la comunidad, sin importar su condición de salud ni sus capacidades mentales y físicas. Una sociedad que se acerca a sus miembros más débiles en su sufrimiento y vulnerabilidad y los acompaña es verdaderamente fuerte y valiente.

Nuestra aceptación de nuestra vulnerabilidad, individual o como sociedad, es la medida de nuestra humanidad. Recordemos lo mucho que Dios nos ama, en especial cuando somos vulnerables, y lo valioso que somos ante su mirada, sin importar nuestra condición física o social. Al meditar sobre el sufrimiento de Cristo durante la Semana Santa no tengamos miedo de caminar en sus pasos y compartir este hermoso mensaje pro vida con los demás. En Cristo tenemos el mejor ejemplo de alguien que fue vulnerable pero fuerte a la vez.


Kimberly Baker es coordinadora de programas y proyectos para el Secretariado de Actividades Pro-Vida de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos. Para más información sobre las actividades pro vida de los obispos, visite www.usccb.org/prolife.

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