El aborto, la eutanasia, el abusodoméstico, la violencia de pandillas, el terrorismo, el asesinato, tiroteos masivos, expresiones de aversión o racismo y otros actos contrarios a la dignidad de las personas… todos estos delitos claman por justicia. Sin embargo somos un pueblo de esperanza y San Pablo nos recuerda que "en la esperanza somos salvados" (Rom 8,24).Damon Thibodeaux estuvo en celda aislada en el pabellón de la muerte de Louisiana durante 15 años por un homicidio que no cometió. Le permitían salir de su celda solo por una hora diaria y sentarse en el pasillo o caminar en un patio del tamaño del corral de un perro. En 2012 se convirtió en el prisionero 300 en ser exonerado y liberado gracias a las pruebas de ADN y al trabajo del Proyecto de Inocencia.

Confiamos en que servimos al Dios de la vida, la esperanza y la misericordia. Sabemos que toda vida humana es un regalo de Dios que Él ha puesto bajo nuestra protección. Para ser dignos de llamarnos sus discípulos, Jesús nos insta a amar a los demás como él nos ha amado (Jn 13,34-35). Nuestra respuesta entonces a una cultura en la que la hostilidad hacia otros es común, en la que los asesinatos se consideran a menudo una solución legítima a los problemas sociales, es vivir y proclamar un evangelio de vida, esperanza y misericordia.

Para las personas comprometidas con defender la santidad de la vida humana, la pena capital puede representar un reto. Bien entendida, sin embargo, la doctrina católica en contra de la pena capital es a la vez convincente y eminentemente pro vida. Se inicia con la afirmación de que la dignidad humana se aplica a todos los seres humanos, a las víctimas, así como a aquellos que hayan cometido delitos contra la vida. Nuestra doctrina también sostiene que el recurso de la pena capital solo puede justificarse en circunstancias muy concretas, es decir, "si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del agresor injusto, las vidas humanas" (Catecismo de la Iglesia Católica [CIC], 2267). Esta doctrina nos recuerda que si los medios incruentos son capaces de proteger a la sociedad, son preferibles porque "corresponden mejor a las condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la persona humana" (CIC, 2267).

El beato Juan Pablo II fue muy influyente en retar al mundo a reconsiderar el uso de la pena de muerte. En su encíclica de 1995 Evangelium vitae (El Evangelio de la Vida, [EV]), nos explicó que: "El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio" (2). Citando Gaudium et spes (22) del Concilio Vaticano II: "El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" y agregó que, "en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios... sino también el valor incomparable de cada persona humana" (EV, 2).

En el primer capítulo de EV: "La sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo" (Gén 4,10), el Beato Juan Pablo II presenta la historia de Caín y Abel para ilustrar que la misericordia de Dios abraza incluso al asesino. A pesar de que Caín mató a su hermano deliberadamente, a pesar de su falta de remordimiento, su arrogancia, sus mentiras a Dios y su absoluta insensibilidad acerca de lo que había hecho ("No lo sé [dónde está Caín]. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?" [Gén 4,9]), Dios, sin embargo se niega a tomar la vida de Caín como castigo. Pero no deja el crimen impune. Le dice a Caín que no va a ser capaz de cultivar y que va a ser un vagabundo errante por la tierra. Caín se queja de que tal clemencia sigue siendo demasiado dura, por temor a que alguien pueda matarlo en el acto.

Dios revela aún mayor misericordia hacia Caín, poniendo una marca en él "para que no lo matara el que lo encontrara" (Gén 4,15) y prometiendo "me vengaré siete veces de quien mate a Caín" (Gén 4,15). Aunque Caín se salva de ser ejecutado, la justicia requiere que viva el resto de sus días solo y marginado, pero con tiempo para reflexionar sobre su crimen, tal vez sienta remordimiento y al fin busque el perdón y la reconciliación con Dios.

La historia de Caín y Abel muestra que, a pesar de que rechazamos y traicionamos a Dios con nuestro pecado, su amor por los seres humanos es siempre fiel, misericordioso, compasivo y paciente. Escribiendo sobre este pasaje el Beato Juan Pablo II observó: "Ni siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su garante" (EV, 9). Nunca debiéramos perder nuestra convicción de que aun los peores criminales son nuestros hermanos y hermanas en Cristo.

Desde un punto de vista puramente secular, es un hecho que simplemente porque los Estados siempre hayan ejercido el poder de matar a las personas condenadas por asesinato o traición a la patria, esto no implica que este poder siempre se haya ejercido con prudencia o para bien. Teniendo en cuenta la capacidad aparentemente infinita de la humanidad de errar, tenemos que admitir que la pena de muerte plantea problemas significativos. Con escandalosa frecuencia, se ha demostrado que personas en el corredor de la muerte en realidad son inocentes de los crímenes por los cuales fueron convictos. Desde 2012, unas 141 personas encarceladas en espera de ejecución en 26 Estados han sido exoneradas y liberadas cuando se descubrió la evidencia concluyente de su inocencia más tarde. Pero no siempre se puede confiar en las pruebas de ADN para demostrar la culpabilidad o la inocencia, porque existe evidencia de ADN solamente en el 10 por ciento de los casos.

Aunque la pena de muerte siempre se impusiera sin error, ¿deberíamos apoyar su uso? Enseñamos que matar es un acto malo, respondiendo con misericordia y justicia, que no haya más muertes. No queremos un gobierno que mata cuando la sociedad se puede proteger completamente por los medios incruentos de cadena perpetua. Al fomentar la venganza, que no debe tener ningún papel en la administración de justicia, la pena de muerte contribuye a la creciente falta de respeto por la vida humana en nuestra cultura.

Hoy en día un creciente movimiento en Estados Unidos, dirigido por católicos, se opone al uso de la pena de muerte. Como resultado, más Estados están limitando o suprimiendo su uso, pero muchos otros Estados mantienen este castigo.

Como católicos, creemos y ponemos nuestra esperanza en un Dios amoroso y misericordioso. Somos conscientes de nuestras propias debilidades y de la necesidad de redención. Nuestro Señor nos llama a imitarlo más perfectamente dando testimonio de la dignidad inherente de cada ser humano, incluyendo a aquellos cuyas acciones han sido despreciables. Nuestra fe y esperanza están en la misericordia de Dios que nos dice: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia" (Mt 5,7) y "Me gusta la misericordia más que las ofrendas" (Mt 9,13). Como cristianos se nos pide oponernos a la cultura de la muerte dando testimonio de algo más grande y más perfecto: el evangelio de la vida, la esperanza y la misericordia.

Charles J. Chaput, arzobispo de Filadelfia, recientemente resumió el caso contra la pena de muerte en estas palabras: "Como hijos de Dios, somos mejores que esto, y necesitamos empezar a comportarnos como tales. Necesitamos acabar con la pena de muerte ahora". Unámonos en los esfuerzos para que cese la pena de muerte y demostrar que somos personas de vida, esperanza y piedad.


Anthony Granado es asesor de política en la Oficina de Desarrollo Social Doméstico de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos.