La Vida Importa: Tecnologías Reproductivas

Íntimamente ligado al amor conyugal está el deseo de traer niños al mundo.

El origen de una persona humana es en realidad el resultado de una donación. La persona concebida deberá ser fruto del amor de sus padres. No puede ser querida ni concebida como el producto de una intervención de técnicas médicas y biológicas: esto equivaldría a reducirlo a ser objeto de una tecnología científica. Nadie puede  subordinar la llegada al mundo de un niño a las condiciones de eficiencia técnica mensurables según parámetros de control y de dominio.
       -Donum Vitae, II.B.4.c

Y uno de los problemas más dolorosos y angustiantes que puede tener una pareja es la pena y la preocupación que surgen cuando tienen dificultades para concebir a un hijo.

Keri y Dan siempre habían querido tener hijos, pero sus carreras iban bien así que decidieron ahorrar para comprar una casa antes de buscar un hijo. Cuando  finalmente intentaron concebir, enfrentaron la creciente incertidumbre y angustia que siente una de cada seis parejas en EE.UU. Tenían problemas de fertilidad.

Les hubiera venido bien encontrar a un obstetra experimentado que les realizara análisis minuciosos. La medicina puede tratar muchas de las causas de la infertilidad; por ejemplo: corregir un desequilibrio hormonal, desbloquear una trompa de Falopio afectada por la enfermedad inflamatoria pélvica o lograr que el padre pierda peso y deje de fumar. Un estilo de vida más saludable, una cirugía menor y ajustes hormonales pueden permitirles a los padres concebir un hijo ayudando a que sus sistemas reproductivos funcionen como corresponde.

Lamentablemente, como les sucedió a Keri y Dan, muchas clínicas de fertilidad están poco interesadas en identificar y tratar la causa de la infertilidad. En vez, pasan directamente a la “fertilización in vitro” (FIV) donde se intenta controlar todos los factores de creación embrionaria y selección dejando muy poco librado a la naturaleza. La FIV es una industria de $3 mil millones. Casi no está regulada y no parece preocuparse por los riesgos de salud a largo plazo que pueden sufrir las mujeres y los niños.

Aunque es comprensible que una pareja que anhela tener un hijo intente prácticamente cualquier cosa para alcanzar su meta, hay límites respecto a los medios moralmente buenos y legítimos para alcanzar dicho fin.

El problema moral principal que plantea la FIV es que supone fertilizar varios óvulos en el laboratorio al mismo tiempo para tener cierta eficacia. Típicamente, algunos de los embriones resultantes son implantados en el útero con la esperanza de que al menos uno sobreviva. Si sobreviven dos o más, muchas clínicas ofrecen abortar algunos bebés (“reducción selectiva”) para que los demás tengan más posibilidades de sobrevivir y haya menos complicaciones para la madre.

Los embriones que no son implantados se descartan inmediatamente o se congelan para usarlos en el futuro. Muchos no sobreviven el proceso de congelado y
descongelado. En realidad, la gran mayoría de niños embrionarios creados por la FIV, tarde o temprano, morirá. Podemos observar la tendencia a tratar a los bebés que se crean en un laboratorio como objetos en un blog en que las “mamás urbanas” comparten sus experiencias:
A mí me pasaba algo similar. Tenía 37 años y muchos intentos fallidos de IIU [inseminación intra uterina] y ciclos de FIV. También teníamos una donante de 24 años que produjo 20 óvulos para compartir. Me volvieron a poner 2 [en el útero] y hubo unos 5 segundos en los que íbamos a tener gemelos. Al final tuvimos una niña saludable y todavía tenemos 3 embriones en hielo.
Lo que aquí no se ve por la descripción de muchos intentos tecnológicos fallidos es que en cada procedimiento intervinieron seres humanos vivos: individuos con un ADN único que merecen ser tratados con la dignidad de cualquier persona. Estos embriones ya contienen todo lo que necesitan para crecer y desarrollarse en hermosos niños, lo único que les falta es recibir alimentos y el entorno seguro de un vientre. Los embriones no merecen más que nosotros ser congelados o desechados como desperdicios químicos. Están hechos –como todos los seres humanos–a imagen y semejanza de Dios, Padre de todos.

Otro gran error –que es menos obvio, aunque profundo– es al separar el acto sexual de la concepción de un hijo. Cuando un hombre y una mujer se unen en matrimonio para dar vida nueva, actúan como “co-creadores” de Dios, “pro-crean” en cooperación con el poder único de Dios de crear vida. De hecho, un hijo es el regalo de Dios a los padres. Pero cuando se recolectan óvulos y esperma de sus cuerpos y se los une en un laboratorio, la pareja solo aporta las materias primas para que un técnico produzca el hijo, lo haga crecer en un cultivo nutritivo y lo implante en el vientre de la madre. Esto se hace a cambio de varios miles de dólares y poniendo en riesgo a la madre (o donante de óvulos) y al niño concebido.

El sentido profundo del acto sexual –unir a la pareja en un amor tan generoso y poderoso que le permite a Dios traer al mundo a un niño que vivirá eternamente– se pierde en el proceso. Todo niño tiene derecho a ser concebido por un acto de amor de sus padres y no por un proceso de laboratorio que equivale a fabricar vida nueva.

Resulta fácil ver cómo esta mentalidad permite también otros abusos, que resultan del deseo de “fabricar” el mejor producto de la manera más eficaz. Los embriones que se producen en un laboratorio pueden examinarse en busca de defectos genéticos o predisposición a ciertas enfermedades, o incluso para saber el sexo y el color de ojos, y se los puede desechar en caso de no pasar el “control de calidad”.

Algunas veces las parejas están dispuestas a pagar más para aumentar las probabilidades de que su hijo esté dotado de mayor inteligencia, atractivo físico o aptitud para los deportes. Es por esto que una deportista brillante de Stanford recibe $50,000 por vender sus óvulos, mientras que otras “donantes” ganan menos de $5,000 por ciclo de recolección.

Algunas veces se acude a una madre “sustituta” que está de acuerdo con que le implanten embriones de otra persona en su útero, con dar a luz al bebé y con recibir dinero por entregarlo a una pareja o persona.

Actualmente, el destino más popular para explotar a mujeres pobres es la India, lo cual le da un nuevo significado a la palabra “tercerización”. Una publicidad digital alardea: “En nuestra agencia hay más de 100 sustitutas disponibles para tener su bebé”. Otra lee: “Cobramos de 40 a 70% menos que los programas de EE.UU. ¡Llame ya!”. Una tercera dice: “¿Pareja homosexual? ¿Desean un bebé? Como lo vio en televisión. Ofrecemos sustitutas económicas en la India”.

Como resultado de este apuro para fabricar vida en el laboratorio, nuestro país ahora enfrenta el tremendo dilema de qué hacer con los cientos de miles de embriones
congelados que están almacenados en los laboratorios, la mayoría de los cuales nunca será implantado ni sobrevivirá. A los que se les permite nacer tienen el doble de posibilidades de sufrir graves defectos congénitos que los niños concebidos naturalmente.

Sin embargo, todo niño que se concibe mediante la fertilización in vitro es sin duda merecedor de respeto y amor: cada uno de ellos es un ser humano, más allá de la
forma en que fue concebido. El problema es que la manera en que llegan al mundo no hace honor a su dignidad.

Y más allá de cuánto los amen los padres que los crían, cuando los niños se enteran de que uno de sus padres biológicos –o ambos– fue solo un donante de ADN suelen contar con dolor lo mucho que deben hacer para descubrir su identidad e historia familiar. Algunas veces descubren que su padre biológico fue un donante serial cuyo esperma se usó para crear a decenas de hermanos a lo largo y a lo ancho del país, y que no tiene interés alguno en conocer a ninguno de ellos.

Keri y Dan se embarcaron en la fertilización in vitro (FIV), sin comprender plenamente los riesgos de salud que suponían los diversas drogas usadas, incluyendo drogas para hiperestimular los ovarios de modo que se puedan recolectar muchos óvulos.1 No comprendían que, a los 35 años, su probabilidad de tener un hijo era solo un 25% por ciclo de tratamiento. No comprendían que se subirían a una montaña rusa de esperanza y desilusión, hasta llegar finalmente a la desesperación. No previeron la tensión emocional y económica que implicaría cada ciclo fallido ni la culpa relacionada con la pérdida de sus hijos embrionarios.

Con el tiempo, Keri y Dan descubrieron que el designio de Dios era que se convirtieran en los padres adoptivos de dos hermanitos cuyos padres biológicos no podían cubrir sus necesidades. Otras parejas han descubierto que la medicina puede ayudarlas a concebir sin necesidad de sufrir los altos costos médicos y morales de la FIV. Otras, subliman el deseo de criar hijos convirtiéndose en mentores, entrenadores, consejeros o maestros.

La gente debe comprender que las tecnologías reproductivas como la FIV ponen en riesgo la vida de las mujeres y de los niños. Los cristianos debemos defender la
dignidad de cada vida humana, ya que la vida es un regalo de Dios, no un producto que se puede manipular, aunque las intenciones sean buenas.2


1 Marie Anderson, MD, FACOG and John Bruchalski, MD, FACOG, “Assisted Reproductive Technologies are Anti-Woman,” Respect Life Program (2004).

2 Para más información sobre las tecnologías reproductivas y la doctrina de la Iglesia, visite www.usccb.org/issues-and-action/human-life-and-dignity/reproductive-technology/. Allí encontrará la declaración pastoral 2009 de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos: El Amor Vivificante En Una Era Tecnológica.

Cita de la instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum Vitae (1987), se usa con permiso de Libreria Editrice Vaticana. Derechos reservados.