P. David M. Friel

 

Con particular dependencia de los dones y fervor de los laicos, la Iglesia extiende en el tiempo y en el mundo la proclamación del Reino, comenzado por Jesús en la campiña de Galilea.

Jesucristo es un Rey inigualable.Salomón vestía ropa espléndida y construyó un templo grandioso; David llevó a su ejército a la victoria en numerosas batallas; el faraón mantenía un dominio férreo sobre los egipcios y sus esclavos israelitas. En cambio, Jesús se acostó en un pesebre, compartía comidas con los pobres y pecadores públicos, y colgó de una cruz con su cuerpo despojado y sangriento. Cristo nunca se asemejó mucho a un Rey.

Incluso ahora, el Reinado de Cristo es único, ya que el Reino de Dios se extiende en el cielo y la tierra. El Reino de Cristo está entre nosotros (Lc 17,21), como una realidad actual, e incluso más allá de nosotros (Jn 18,36), como una realidad escatológica. Así lo proclama el prefacio para la fiesta, el Reino de Dios es "el reino de la verdad y de la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz".

Todos los cristianos, por virtud de su bautismo, son súbditos del Reinado benévolo de Cristo. Además de las muchas gracias que se originan por ser súbditos de Cristo, esta identidad también conlleva responsabilidades. Ser ciudadanos del Reino de Dios (Fil 3,20) por ejemplo confiere una misión. Esta misión no se concede exclusivamente a los obispos, sacerdotes y diáconos, ni se reserva a los santos, académicos y místicos que parecen estar lejos del alcance de la gente común. En cambio, todos los seguidores de Cristo tienen una función que cumplir en la construcción del Reino.

De hecho, una de las misiones más importantes, difíciles e integrales relacionadas con el Reino de Dios se les confía a los laicos. Según el Concilio Vaticano Segundo, la vocación de los fieles laicos es santificar el mundo. En su Constitución dogmática sobre la Iglesia, el Concilio enseña que los laicos tienen la vocación específica de hacer presente y operante a la Iglesia en el mundo (Lumen gentium, 33). Esta enseñanza se desarrolla aún más en el decreto del Concilio sobre el apostolado de los laicos, que establece que los laicos cumplen su misión mediante la evangelización y santificación de los hombres; por medio de su vida, los laicos están llamados a impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu del Evangelio (Apostolicam actuositatem, 2). En esta visión, los laicos son portadores de una misión de ser la sal de la tierra y la luz del mundo (Mt 5,13-14).

Por consiguiente, santificar el mundo no es principalmente la tarea de cancillerías o comités o funcionarios de la curia. La santificación del mundo bien pertenece al apostolado de los laicos. Este llamado extraordinario a ser discípulos se mantiene sin cambios en cada lugar, en cada período y en cada persona. Es tarea de los laicos hacer conocer al Padre, permitir que el amor de Cristo resplandezca y convertirse en templos adecuados para el Espíritu Santo. Con particular dependencia de los dones y fervor de los laicos, la Iglesia extiende en el tiempo y en el mundo la proclamación del Reino, comenzado por Jesús en la campiña de Galilea.

El soldado romano que clavó un letrero en la cruz que identificaba a Jesús como el "Rey de los judíos" lo hizo como un acto de sarcasmo. Todo cristiano tiene la oportunidad de hacer la misma proclamación, no en tono de burla, sino como un acto de adoración. Por la manera en que vivimos y cómo nos comprometemos con el Evangelio, anunciamos a todo el mundo el gozo y la libertad que provienen de someternos al dulce dominio de Cristo Rey.
 

Rev. David M. Friel es un sacerdote de la Arquidiócesis de Filadelfia.


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